viernes, 17 de abril de 2009

Días de sake y rosas

Mediante la observación microscópica y la proyección astronómica la flor de loto puede convertirse en la base de toda una teoría del universo y en un agente por medio del cual podemos percibir la verdad.” - Yukio Mishima


Era la primera vez que agradecía a aquel torpe político la decisión de desterrar Ancorage de las aerovías patrias. A cambio disfrutaba de la fantástica visión de la nevada estepa moscovita, desde la privilegiada visión que me proporcionaba la carlinga del 747 en plena maniobra de aproximación, que el sastre sentado a mi izquierda enhebraba con maestría, entre furiosos copos de nieve golpeando nuestro cuerpo de aguja oronda.
La satisfacción por el espectáculo que se abría ante mis ojos era superior al cansancio provocado por la perspectiva del siguiente salto, que nos posaría al cabo de otras casi diez horas de vuelo en el aeropuerto de Narita.
El perfil de la península de Kamchatka, presagiaba en mi mente el ansiado reencuentro con mi hermano, destacado desde hacía unos años, como profesor, en la Universidad de Kobe.

Es difícil destilar los recuerdos infantiles de un Japón reducido a un compañero escolar, Itchiro Okamoto, hijo del embajador nipón en España, a la visión de unas ghetas, algún que otro kakemono, y a unos sorprendentes bonsáis artificiales de pino Japonés, dispuestos en el despacho de la casa madrileña de mis abuelos. Estas vagas referencias fueron ordenadas más tarde, gracias a la información completada por los años, y a la curiosidad que despertó en mi hermano la historia japonesa de la familia de mi abuela, que aunque española por los cuatro costados, vino al mundo y paso su infancia en el país del sol naciente. Mi bisabuelo Gonzalo se desplazó, también como profesor, en el ya lejano 1906, donde residió hasta 1918. Doce años que marcarían la vida de mi abuela para siempre, y que sólo el paso del tiempo ha hecho posible comprender en toda su dimensión estética y vital.

La primera llegada a Tokio para cualquier occidental es un auténtico shock para los sentidos. El aluvión de kanjis y gente corriendo, es lo más parecido a sentirse un personaje de la película “Lost in traslation”.
Mi hermano nos esperaba en Kobe, por lo que tuvimos que ingeniárnosla para acertar con el shinkansen (tren bala), que bajo el canto del obentó nos condujo finalmente a la bonita ciudad costera situada a 400 kilómetros de la capital.
Mi hermano y su esposa norteamericana nos acogieron con calidez en su coqueto apartamento, con un ofuro reparador tras las largas horas de periplo, y pronto comenzamos a planear nuestros itinerarios sobre un mapa del país, arrullados por los efluvios del sake caliente.
Los mejores secretos de este misterioso país se encuentran lejos de sus grandes urbes, y en este caso, nuestro anfitrión se convertía en un auténtico lujo para desbrozarlos fuera de los circuitos turísticos tradicionales.

Nuestras andanzas por las diferentes islas del archipiélago venían avaladas en la mayoría de los casos, por las descubiertas que mi propio hermano había realizado con anterioridad, garantizándonos el descubrimiento preciso y precioso del Japón más íntimo, rural y profundo, que tanto ansiábamos.
A pesar de que nuestra estancia de casi un mes nos impidió visitar la isla de Hokkaido, aún pudimos recorrer la principal, Honshu, de norte a sur, desde Nikko hasta Hiroshima, la de Kyushu hasta el balneario de Beppu, y realizar un maravilloso e inolvidable viaje por el mar interior hasta Miyayima, con su excelente Ryokan con inmejorables vistas a su famoso Tori; viajando siempre en tren o barco, alojándonos en pequeñas casas de huéspedes tradicionales construidas en madera y papel de arroz, denominadas Minsukus, disfrutando del gusto simple de los onsens populares (aguas termales al aire libre), de los pequeños templos zen locales, y de la amigable y esquiva conversación de los lugareños, gracias a la impagable labor de interprete de mi hermano, en áreas aisladas y ajenas al conocimiento de cualquier idioma occidental.
Un día ascendimos a la cumbre del impresionante volcán Aso, perdiéndonos en un descenso brumoso y confuso entre viejos camposantos sagrados, que nos trasladó sin pretenderlo hasta el mágico universo de fantasmas y espíritus que pueblan este archipiélago desde el principio de los tiempos.

Viajar por el Japón, un país siempre sorprendente, es de por sí una auténtica delicia. Haber tenido la fortuna de hacerlo por el “Japón Viejo” es todavía mejor.
Aquel primer viaje, me acercó para siempre a una comprensión abstracta de la existencia, vista a través de los ojos de una misantrópica y refinada sociedad, volcada en la importancia valorativa de los detalles estéticos más insignificantes, inaprensibles para la tosca comprensión occidental.

Los años han transcurrido. Muchos seísmos han pasado y pasarán por nuestras vidas, despertándonos aún a la magia del círculo, pero a pesar de ello, este primer viaje sentimental al Japón profundo, nos regaló algo mucho más preciado; la capacidad para intentar adentrarnos en la secreta pupila maculada de aquella dama sencilla y elegante, coraza de bambú sobre alma de flor de loto, que cada tarde nos servía el té en una casa de cuento japonés rodeada de pinos retorcidos y hortensias azules, dialogando con ardillas y gaviotas, y con la mirada posada en los reflejos dorados del atardecer reposando eternamente sobre su querido mar interior.
Algo que ya nadie podrá arrebatarnos.

lunes, 6 de abril de 2009