martes, 2 de diciembre de 2008

Sweet Pee: El amargo sabor de la derrota

“La sabiduría llega con las desilusiones” – George Santayana

-A veces hay momentos en los que no sé para quien trabajo-, me acordaba de la frase favorita de Dios, mientras apuraba un cigarrillo, sin saber que aún me esperaba una larga noche.
El típico y atareado lobby de lujoso hotel norteamericano comenzaba a invernar, mientras paladeaba el último trago de mi Chivas con ginger. Las estrictas leyes del Estado nos acechaban, y la prohibición de consumo público se había consagrado apenas unos minutos antes.
Aún mantenía una notable carga de adrenalina en mi cuerpo, y me inquietaba, con que las inquisitoriales miradas del malencarado ayudante del sheriff, me hicieran sopesar un violento desenlace para aquella noche calurosamente triste.

-Hey!, por fin te encuentro, el Potro quiere que subas, está intratable, anda, acompáñame a su habitación para hacerle entrar en razón-
En el cubículo de latón pulimentado, meditaba sobre la estrategia a seguir, a la vez que me apartaba para ceder el paso a un sonriente y acaudalado anciano que se retiraba a su habitación, una planta menos, con un fino bombón virginiano de dorada melena, abrazado a sus millones.

-Chaquetas !-, con ese recibimiento se me abalanzó un cuerpo amoratado y cubierto de vendajes, que exhibía una franca sonrisa de amargura, mezclada con olor a linimento, que impregnaba la penumbra halogenada de la lujosa suite:
-Que cabrón, el negro, que cabrón, unos minutos más y le hubiese arrancado la cabeza, como a una gamba, lo has visto, lo has visto, como a una gamba...!-

La Corte se había disuelto minutos antes, y más sólo que nunca, deambulaba por la moqueta como un oso enjaulado, acompañado por sus únicos amigos, mientras el médico le perseguía, repitiendo inútilmente: “-he is pissing (f...) blood, he must be resting, right now!-

Era Agosto de 1991 y unos cuantos minutos antes, el Norfolk Scope había visto a Pernell Whitaker, tirar por tierra las esperanzas de nuestro protagonista, en su esfuerzo por alzarse con el título mundial de los pesos ligeros. El guante albino de aquel negro cirujano, había ganado por puntos al aspirante tras once duros asaltos. A tenor del dramático resultado, el balance final parecía haberse dirimido a estacazos en lugar de a puntos. Aún tenía presente en la cabeza el bronco gemido de los golpes al hígado, mientras observaba absorto el combate, a escasos metros de Evander Holyfield. La síntesis de aquella derrota se resumía en una mano rota, una costilla fisurada, otra fracturada, y en un hígado merecedor de las mejores finas hierbas como aderezo:

-Chaquetas, tomate una copita y nos sacas de marcha, que tu conoces este país-, me decía mientras extraía de su maleta una botella de brandy Soberano.
Su mejor amigo, decidido a ejercer su ascendencia sobre él, le espetó: Tío, el médico dice que lo mejor es que descanses..., mientras decía esto, nuestro púgil repartía generosamente el Soberano en cuatro vasos de tubo.
La noche prometía.

La mayor base naval del mundo languidecía amurada a nuestras espaldas, y volábamos a 1oo millas por hora en un Lincoln Town Car negro, gentileza de Don King, intentando encontrar el camino a Virginia Beach. Cualquier intento de disuasión resultó estéril. La perspectiva que ofrecía mi puesto de copiloto, se reducía a un tosco perfil magullado que trataba de hacerse, con una sola mano, con las riendas de aquellos doscientos setenta caballos, en una experiencia única por las autopistas del Old Dominion State, conformando una estampa digna de cualquier película firmada por los Cohen.

Tras perdernos en un par de ocasiones, nuestro magullado conductor decidió tomar una salida de la 264, para preguntar por los locales abiertos en la zona. Repetimos la maniobra en varias áreas de servicio, que encontramos sistemáticamente desiertas. Finalmente observamos movimiento en un pick up plateado, estacionado en la oscuridad frente a un taller mecánico. La maniobra de nuestro convulso conductor, acabó en un estrepitoso derrapaje a escasos metros del vehículo, de donde emergieron lívidos los cuerpos desnudos de una joven pareja, que con los brazos en alto y pidiendo clemencia, temblaban aterrorizados ante las preguntas incomprensibles de aquel personaje extraído de la toma de Breda, que con aspecto patibulario les gritaba:
-¡Oye, donde hay tías, m-u-j-e-r-e-s ! ¡Beber!, ¿dónde se puede beber?-

Por sus caras, se que las disculpas que intenté argumentarles posteriormente, en mi labor de improvisado traductor, fueron del todo inútiles. Seguro que aún recuerdan la anécdota con estupefacción, dando gracias al cielo por salvar su pellejo tras aquel inocente, pero extravagante incidente amatorio.
Una vez convencido nuestro cicerone, sobre la escasa ayuda que la parejita nos podía proporcionar, nuestro Lincoln derrapaba de nuevo en búsqueda de algún local abierto en la tibia noche virginiana.

Tras recorrer un par de veces el desierto paseo marítimo de Atlantic Avenue, por fin paramos, y convencimos al derrotado boxeador sobre las bondades de una tranquila caminata, antes de regresar al hotel, en los albores de un nuevo día.
Un paseo triste y cadencioso por la esplendorosa Bahía de Chesapeake, en el que tuve la suerte de escuchar, de primera mano, el mudo relato atemporal que deja tras de sí el sabor de la derrota. Desvelos de un muñeco roto, concentrados en un único instante de conversación, entre paradas dispersas para sembrar con charcos de amapola, el inmenso ring de tierra americana. Cruz de un doblón de gesta inacabada, llorado en sangre por antiguos conquistadores de otro tiempo.

A lo lejos, como en la habitación de los sueños, el eco de un saxo escapaba serpenteante, entre las risas de un lujoso penthouse, engalanado con el dulce aroma de gambas sin cabeza.
Provenía de la fiesta que se celebraba en honor a “Sweet Pee”.
Aquella memorable noche, el caprichoso destino había querido obsequiarle, con la otra cara de la sienpre incierta moneda del azar.

Chaquetas, sí le llego a enganchar la cabeza....!-
-
Dedicado a Policarpo Díaz, Jaime Ugarte, Javier Azpitarte, y a mi admirado George Edward Foreman, por su encomiable y desconocida labor en favor de la infancia.

1 comentario:

Pilar Mandl dijo...

¡Magnífico!
Me encanta el relato y la "entrada" de Santayana...