jueves, 12 de febrero de 2009

Rumbo a Bajamar
“Vivimos como soñamos, solos” - Joseph Conrad

Pocas cosas son comparables a sentir el pulso vital transmitido por una rueda de timón para alguien que ame el mar y los barcos. Estas sensaciones, aún mayores si manejamos un timón de caña y nuestra embarcación lucha con el viento en un mar siempre cambiante, producen una rara ensoñación inevitable para los que somos felices con unas cuantas brazas de agua bajo nuestros pies. Desde esta situación, el mundo de tierra firme pierde todo su valor, hasta convertirse en agradable y pura especulación de futuras e inciertas venturas. La vida sobre un espejo.

Apenas unas horas antes trepaba por la escala real, con la determinación habitual que proporciona la cotidiana práctica mental de imaginar nuestro último embarque con Caronte.
Eran las seis de la tarde y soltábamos amarras en otro invernal crepúsculo cartaginés.
Partíamos con la certeza de la observación melancólica de aquellos que se ensoñan, cada vez que una nave cobra vida y se aleja en el horizonte. Unos minutos antes habíamos desembarcado al gatuno práctico por el costado de babor, y ahora podía sentir en mis manos el volumen de agua, que lamiendo nuestro casco de acero, escurrían nuestras 10.000 toneladas de peso muerto mientras zigzagueaba sutilmente para librar el Cabo Tiñoso. El mar apacible disfrutaba su bonanza, convertido en poza de agua plomiza y magenta. El ronroneo de la máquina eclipsaba el rumor de nuestra estela, mientras íbamos progresando hasta nuestra velocidad de crucero mantenida en los trece nudos.
El puente iba quedándose desierto y mis desvelos se centraban ahora en posicionar mi "Otago" temporal, en el waypoint exacto, para activar el piloto automático con rumbo a pasar Cabo de Gata.

La primera noche de navegación transcurrió apacible, proporcionándonos un magnífico amanecer que nos acercaba con optimismo al siempre delicado paso del Estrecho. Prismáticos en mano, y con los ojos puestos en la pantalla del radar cruzamos decididos entre cardúmenes de pesqueros faenando, siempre atentos a la conversación de Control de Tráfico a través del VHF. La inevitable salida al alerón de estribor para contemplar el magnífico Peñón de Gibraltar, que se yergue majestuoso, y ajeno a nuestra doméstica afrenta.
Parsimoniosamente íbamos penetrando el canal que confunde mares y océanos para enfilar Punta Malabata, adentrándonos en el Atlántico con un mar de leva del noroeste que, enviado por San Vicente, maravillaba por la simetría de sus pronunciadas crestas, desde la perspectiva que nos proporcionaba la altura de nuestro puente a proa. Navegar con un barco de este tipo, conocidos como “rompedientes”, puede llegar a ser realmente incómodo cuando las adversas condiciones lo propician; y sin embargo la meteorología había querido hasta ahora, acallar las roncas campanadas del ancla prisionera en su escobén.

El viaje transcurría ameno, gracias a las magníficas tertulias mantenidas con el peculiar carácter que imprime el perfil de los Hombres de Mar, siempre con mucho que ganar, y sin ningún miedo a perder. Un alma ligera para una ligera existencia. Un carpe diem vital, siempre escondido en las pupilas de los que han tragado muchas millas náuticas. Nuestro viejo capitán, estirpe de antiguos Capitanes de Altura, mantenía conversaciones siempre interesantes, tras las sensacionales comidas que nuestro cocinero servía. Nadie familiarizado con el mar, debe desconocer que en los barcos mercantes se come mejor que en muchos restaurantes, y que obviamente el cocinero es una pieza básica para mantener el humor de un grupo de personas diferentes y aisladas del mundo, en un microcosmos rodeado por un entorno claramente hostil.

Las nubes aborregadas corrían impulsadas por un poco habitual Alisio, y posaba mis ojos en el horizonte escrutando un destino siempre incierto y excitante. En el cielo las estelas de los reactores arañaban el añil en un canto de presunción técnica, indicándonos testarudos el final de nuestra, para ellos, lenta singladura. Esa noche la temperatura invitaba a contemplar, emboscado en la guarda del alerón, un impresionante espectáculo de estrellas y constelaciones que inevitablemente justificaba el desapego a la vida terrenal. Y el amor al Mar y a su belleza indómita.
Una vez más, navegaba con suerte y rumbo a Bajamar.
En ese preciso momento, recordé a aquel personaje al que apenas conocí.

Al día siguiente el viento calmó, y un resto de mar de fondo nos empujaba a trompicones hacia la inconfundible silueta volcánica que rodea Santa Cruz, en una sinfonía de colores azul y lejano verde.
Mi destino era Bajamar, como años atrás lo fue para él. Un exilio voluntario al mar, y ajeno a todo aquello que defeca la vida continental. Una isla de color mazapán, y un rincón de costa oscura y abrupta que regala las mejores puestas de sol del mundo, acurrucado al sur de Taganana, en un portaviones zen ajeno al movimiento de sus almas.
En otro tiempo compartí ese crepúsculo con el propio Eduardo; un hombre marcado por los años, que encontró la puerta del agujero sideral de la trascendencia en una costa dura y agreste, de clima balsámico y optimista, y ahora una vez más, volvía a aquel escenario mágico e irreal de su elegante y silencioso retiro existencial.

He imaginado muchas veces, la intima escena de este hombre bueno a lo largo de los últimos años de su vida. Los recuerdos japoneses, la juventud perdida, las cabalgadas a lomos de su Harley, sus fieles compañeros caninos, sus pinturas, sus mujeres, su eterno pañuelo al cuello, su tiempo pasado difícil y hosco. Todos juntos sentados en el pequeño porche, que a modo de balcón ofrecía incesantemente el mejor espectáculo crepuscular del planeta, en un horizonte de mar dorado infinito, arrullado por el fragor de las olas rompiendo contra los roques.
Ese día volvía al escenario de su secreto, de su rincón privado, y recordaba como si fuese ayer su risa jovial, consustancial a todos los que han conseguido vencer la desilusión de una vida siempre injusta y breve, sometida muchas veces a las circunstancias de los demás. Un lugar perfecto para prepararse a realizar la última singladura, siempre hacia el oeste, en el vano intento de cazar el rojo disco solar que un día para todos nosotros, dejará de iluminar.
Difícil encontrar una solución mejor para un hombre de sus características.
Un inconmensurable y olvidado artista, que soñó a todo color en tiempos de blanco y negro.
¤
Dedicado a Eduardo Jiménez de la Espada

No hay comentarios: