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“Todo lo que incomoda al poder y a las buenas conciencias, eso es Marcos” - Rafael Guillén
Me cuestionaba mi proverbial habilidad para caer siempre cerca de las resacas de Dios, mientras obediente me abrochaba el cinturón de seguridad. Tras una interesante y siempre recomendable escala táctica en Oaxaca de Juárez, nuestra pequeña aeronave se encaminaba vacilante a la cabecera de pista, bajo un cielo que presagiaba un vuelo similar a su tono zaino y azabache, resignada al destino del heliotropo bajo la ventisca. La aeromoza repartía apresuradamente paquetes de seis latas de cerveza Tecate entre cada uno de los cuatro compañeros de viaje que invadíamos el estrecho fuselaje. Sabía que cualquier intento por obtener unas gotas de mi viejo Chivas era del todo inútil, por lo que tuve que aceptar sin rechistar aquella impuesta y singular ración de lúpulo de la que algunos se apresuraban a dar cuenta. Tras unos apasionantes minutos que hubiesen hecho las delicias de cualquier aspirante a cosmonauta, nuestro habilidoso comandante americano, tocado sin duda por la dama de Loreto, posó aquella garrapata volante con innegable destreza en una pista encharcada que escurría un viento cruzado de muchos nudos.
“Todo lo que incomoda al poder y a las buenas conciencias, eso es Marcos” - Rafael Guillén
Me cuestionaba mi proverbial habilidad para caer siempre cerca de las resacas de Dios, mientras obediente me abrochaba el cinturón de seguridad. Tras una interesante y siempre recomendable escala táctica en Oaxaca de Juárez, nuestra pequeña aeronave se encaminaba vacilante a la cabecera de pista, bajo un cielo que presagiaba un vuelo similar a su tono zaino y azabache, resignada al destino del heliotropo bajo la ventisca. La aeromoza repartía apresuradamente paquetes de seis latas de cerveza Tecate entre cada uno de los cuatro compañeros de viaje que invadíamos el estrecho fuselaje. Sabía que cualquier intento por obtener unas gotas de mi viejo Chivas era del todo inútil, por lo que tuve que aceptar sin rechistar aquella impuesta y singular ración de lúpulo de la que algunos se apresuraban a dar cuenta. Tras unos apasionantes minutos que hubiesen hecho las delicias de cualquier aspirante a cosmonauta, nuestro habilidoso comandante americano, tocado sin duda por la dama de Loreto, posó aquella garrapata volante con innegable destreza en una pista encharcada que escurría un viento cruzado de muchos nudos.
Era el año de Hugo, y nuestro destino un nombre tan evocador como Puerto Escondido.
El panorama que ofrecía el nuevo paisaje de aquel atardecer regado con la bilis vomitada por el famoso huracán, se podría definir simplemente como desolador. Pese a todo, la pequeña terminal semi-inundada acabó devolviéndome con mexicana cortesía todos mis enseres, bajo un pegajoso y sofocante calor, y sin más daño que algún ligero toque en mi acolchado tri-fin.
Contento a pesar de estas circunstancias, y bajo el intenso sonido de los generadores eléctricos de emergencia, resolví encontrar un alojamiento conveniente, encomendándome a las insistentes sugerencias de un diligente conductor, que prometía depositarme en el mejor establecimiento de todo Puerto Escondido.
Pocos minutos después llegábamos a un pequeño e inolvidable edificio de adobe, presidido por un cartel rotulado toscamente, en el que se leía “Hotel Arco Iris”, bajo una intensa lluvia torrencial, que dificultaba el embarrado avance de nuestra destartalada camioneta.
La oscuridad de la noche comenzaba a sumarse a la climatológica bajo el estruendoso fragor de un mar confundido con el feroz estruendo de rayos y centellas, que desmentía incesantemente su pacífico nombre.
Aquel intento de hotel, recién inaugurado en aquellos tiempos, y del que posteriormente disfrutaría por su inmejorable situación en plena playa de la Zicatela, era a pesar de las apariencias, el mejor aposento posible como posteriormente constataría, y en cualquier caso, el panorama del exterior no invitaba a buscar ninguna alternativa mejor.
Me debatía en estos pensamientos tumbado en mi catre, mientras observaba con preocupación las aspas metálicas del gigantesco ventilador que oscilaba inestablemente sobre mi cabeza recordándome el invento del Dr. Guillotin. Las decenas de pequeños insectos negros y crujientes que deambulaban por el suelo de mi estancia y la ausencia de mosquiteras dando paso franco a mosquitos que harían feliz a Patarroyo, no fueron obstáculo para conciliar el sueño, arrullado por los cansinos silbidos de una pareja de salamandras, emboscadas en la cadena trófica que constituía mi habitación.
A la mañana siguiente, pude contemplar de nuevo el siempre magnífico espectáculo del Océano Pacífico más tropical, amaneciendo con fuerza sobre una de las ensenadas más bonitas de México, casi virgen para los turistas en aquellos días. Las siguientes jornadas transcurrieron sin excesivos sobresaltos salvo los derivados del descubrimiento del sapo del tamaño de un gazapo, con el que conviví dentro del cuarto de baño de la habitación hasta el final de mi estancia, disfrutando de algunas sesiones de olas inolvidables una vez que las secuelas de Hugo fueron disipándose, reduciendo y ordenando los infinitos tubos de más de cuatro metros, que formaban cremalleras perfectas en el horizonte.
La última etapa de aquel viaje se completó a la perfección. En aquellos tiempos de azar programado, coincidí en la inmensa playa desierta con una reportera del Paris Match, que al igual que yo, mantenía una necesaria curiosidad por los acontecimientos sociopolíticos que comenzaban a fraguarse en el vecino estado sureño de Chiapas. Este encuentro propició un interesantísimo viaje por etapas hasta la frontera Guatemalteca, en el que visitamos Puerto Ángel, Salina Cruz, y el entorno de Puerto Madero.
Un bello e insalubre recorrido por uno de los rincones olvidados de los Estados Unidos Mexicanos, en el que de forma casi premonitoria, mis interlocutores se sorprendían por mi dominio del idioma español.
Unos años más tarde, pude ver en la prensa el familiar rostro de un personaje embozado, al que se le atribuye la ocurrente frase “disculpen las molestias, pero esto es una revolución”, y me vinieron a la memoria los fantásticos días que el misterio mexicano siempre me ha querido regalar, aderezado con el recuerdo imborrable de un Pipeline en español, alimentado por ojototes, tacos variados, proscritos huevos de tortuga, y profusamente regado con el elixir dorado del viejo Jimador.
El panorama que ofrecía el nuevo paisaje de aquel atardecer regado con la bilis vomitada por el famoso huracán, se podría definir simplemente como desolador. Pese a todo, la pequeña terminal semi-inundada acabó devolviéndome con mexicana cortesía todos mis enseres, bajo un pegajoso y sofocante calor, y sin más daño que algún ligero toque en mi acolchado tri-fin.
Contento a pesar de estas circunstancias, y bajo el intenso sonido de los generadores eléctricos de emergencia, resolví encontrar un alojamiento conveniente, encomendándome a las insistentes sugerencias de un diligente conductor, que prometía depositarme en el mejor establecimiento de todo Puerto Escondido.
Pocos minutos después llegábamos a un pequeño e inolvidable edificio de adobe, presidido por un cartel rotulado toscamente, en el que se leía “Hotel Arco Iris”, bajo una intensa lluvia torrencial, que dificultaba el embarrado avance de nuestra destartalada camioneta.
La oscuridad de la noche comenzaba a sumarse a la climatológica bajo el estruendoso fragor de un mar confundido con el feroz estruendo de rayos y centellas, que desmentía incesantemente su pacífico nombre.
Aquel intento de hotel, recién inaugurado en aquellos tiempos, y del que posteriormente disfrutaría por su inmejorable situación en plena playa de la Zicatela, era a pesar de las apariencias, el mejor aposento posible como posteriormente constataría, y en cualquier caso, el panorama del exterior no invitaba a buscar ninguna alternativa mejor.
Me debatía en estos pensamientos tumbado en mi catre, mientras observaba con preocupación las aspas metálicas del gigantesco ventilador que oscilaba inestablemente sobre mi cabeza recordándome el invento del Dr. Guillotin. Las decenas de pequeños insectos negros y crujientes que deambulaban por el suelo de mi estancia y la ausencia de mosquiteras dando paso franco a mosquitos que harían feliz a Patarroyo, no fueron obstáculo para conciliar el sueño, arrullado por los cansinos silbidos de una pareja de salamandras, emboscadas en la cadena trófica que constituía mi habitación.
A la mañana siguiente, pude contemplar de nuevo el siempre magnífico espectáculo del Océano Pacífico más tropical, amaneciendo con fuerza sobre una de las ensenadas más bonitas de México, casi virgen para los turistas en aquellos días. Las siguientes jornadas transcurrieron sin excesivos sobresaltos salvo los derivados del descubrimiento del sapo del tamaño de un gazapo, con el que conviví dentro del cuarto de baño de la habitación hasta el final de mi estancia, disfrutando de algunas sesiones de olas inolvidables una vez que las secuelas de Hugo fueron disipándose, reduciendo y ordenando los infinitos tubos de más de cuatro metros, que formaban cremalleras perfectas en el horizonte.
La última etapa de aquel viaje se completó a la perfección. En aquellos tiempos de azar programado, coincidí en la inmensa playa desierta con una reportera del Paris Match, que al igual que yo, mantenía una necesaria curiosidad por los acontecimientos sociopolíticos que comenzaban a fraguarse en el vecino estado sureño de Chiapas. Este encuentro propició un interesantísimo viaje por etapas hasta la frontera Guatemalteca, en el que visitamos Puerto Ángel, Salina Cruz, y el entorno de Puerto Madero.
Un bello e insalubre recorrido por uno de los rincones olvidados de los Estados Unidos Mexicanos, en el que de forma casi premonitoria, mis interlocutores se sorprendían por mi dominio del idioma español.
Unos años más tarde, pude ver en la prensa el familiar rostro de un personaje embozado, al que se le atribuye la ocurrente frase “disculpen las molestias, pero esto es una revolución”, y me vinieron a la memoria los fantásticos días que el misterio mexicano siempre me ha querido regalar, aderezado con el recuerdo imborrable de un Pipeline en español, alimentado por ojototes, tacos variados, proscritos huevos de tortuga, y profusamente regado con el elixir dorado del viejo Jimador.