miércoles, 5 de noviembre de 2008


Crónica del antiespañolismo norteamericano: Fe contra Razón

"Los dogmas del quieto pasado no concuerdan con el tumultuoso presente" - Abraham Lincoln

Ayer vivimos una circunstancia histórica sin precedentes: El triunfo de un mulato en la carrera por la Presidencia de la primera potencia mundial. Esto, que se materializará en la toma de posesión del cargo el próximo enero, sí una bala perdida no se cruza antes en su camino, es en sí mismo un acontecimiento asombroso, teniendo en cuenta la evolución social de un país, en el que éste sector de su población sufrió el recorte de parte de sus derechos civiles hasta hace pocas décadas. El hecho, por mucho que nos conmueva este edificante ejemplo democrático y sociológico, no tendrá mayores consecuencias positivas para nosotros. Esto lo digo para prevenir la frustración que, una vez más, se producirá en nuestro país con el transcurso de los acontecimientos, y por tanto para intentar evitar su influencia futura que irremediablemente, continuará alimentando de manera torpe nuestras maltrechas relaciones, y nuestro secular antiamericanismo. Aquí no acabamos de entender que a lo que hemos asistido, como cada cuatro años, es a la reelección del Jefe del Estado y no de un Jefe de Gobierno. Este matiz es fundamental para comprender el panorama, muy semejante al de tan solo hace unos cuantos siglos, ya que el juramento de su cargo no implica la defensa de otra ideología, mas que la que emana de su personal noción colectiva, de la libertad del individuo.

El enfrentamiento entre nuestras dos potencias viene de lejos. Concretamente de tiempos en los que la jefatura de nuestro estado se encarnaba en la figura de un Rey plenipotenciario y adalid de la Fe, elegido por Dios y por la sangre, para regir los destinos del mayor imperio que existió en el mundo moderno. Muchos de los quebraderos de cabeza durante el reinado de Carlos III provienen de aquella época, en la que los Británicos soñaban con deshacer nuestra hegemonía a cualquier precio. Ya en aquellos tiempos se vieron con inquietud, recelo, y afanes conspirativos, los denuedos de aquel grupo de individuos desclasados que huyeron de su insoportable existencia en los encastados países europeos de la época, en los que a modo de ejemplo, aún se consentía el derecho de pernada. Para colmo de nuestros males, la elección de su líder a través del sufragio de sus súbditos, suponía un agravio intolerable para las monarquías reinantes en la vieja Europa. A partir de este punto de la Historia, comenzaron una serie de ofensas consecutivas para nuestros intereses. Hasta pocos años antes, la influencia de la Corona de España en el mundo no había tenido parangón, y nuestra monarquía se erigía como encarnación del derecho divino de intervención exterior en nombre de la Fe.
No es por tanto extraño, que unos tipos sin pasado, con gran hambre de futuro, y aprovechando parte del pensamiento de Montesquieu y por ende del espíritu de la Revolución francesa, construyeran una constitución en 1787 que atentaba directamente contra nuestra integridad ideológica y cultural. Años más tarde, la denominada Doctrina Monroe, sintetizada en la frase “América para los americanos”, que fue elaborada por el sexto presidente americano John Quincey Adams en 1823, a partir del famoso discurso de su predecesor James Monroe, y extrapolada posteriormente a todos los ámbitos gracias a la mejora de su potencial bélico, personifica perfectamente la usurpación de facto de nuestros derechos imperiales. Es importante recordar, por poco difundido actualmente, que bajo nuestro Reino, y concretamente en las provincias de Ultramar, la esclavitud no se abolió definitivamente hasta 1873; ocho largos años más tarde que nuestros odiados ofensores, que la formalizaron en 1865 con la victoria de Abraham Lincoln sobre los estados rebeldes del Sur.
Nosotros en aquella época, ya heridos de muerte hacia sesenta años por las astillas gangrenadas de Trafalgar, continuamos recibiendo afrentas que acabaron culminando en la perdida de nuestras últimas colonias. El descabello, como bien es sabido, llegó en 1898 con Cuba y Filipinas como colofón póstumo a otro largo ciclo de la Historia moderna.
Todos estos hechos históricos, hoy relegados al olvido en el imprinting colectivo norteamericano, han sido, sin embargo, inexplicablemente somatizados por los líderes más progresistas de nuestro país en forma de afrenta constante y nunca restañada. Un misterio indescifrable para cualquier politólogo reputado, considerando los antecedentes históricos en los que bebe su modelo ideológico.
La triste realidad se resume así; desde que perdimos nuestra hegemonía, hemos basado siempre nuestra política exterior en la acción de gobierno, en lugar de hacerlo en la razón de Estado. Esta última se caracteriza porque tiene muchos fines y poca ideología, nosotros tenemos mucha ideología y ningún fin claro. Esta dogmática confusión, generada a partir de la proyección de nuestra política interior a la del exterior, continúa a través de los siglos pasándonos facturas indeseables, y parece que aún no hemos aprendido la lección. Nuestras toleradas representaciones diplomáticas autonómicas, salpicadas por el mundo, son una magnífica prueba de ello.

Con todas estas urdimbres, malinterpretadas adecuadamente desde el ámbito de lo políticamente correcto, es comprensible entender que el vestigio de la afrenta, ejercida por aquellos visionarios que escapando del "beatífico" absolutismo llevan siglos pretendiendo el progreso y la libertad, se haya apoderado del pensamiento colectivo en nuestro reaccionario país. En un momento de la Historia, unos cuantos salvajes desaprensivos nos arrebataron el monopolio del Imperio de la universalización de la Fe para sustituirlo por los "absurdos" conceptos de universalización de la Razón y de la libertad individual. Pero como digo, lo paradójico y contradictorio, es que ésta bandera se haya convertido en estandarte de la mas rancia progresía.
Pero no desesperemos, nuestros líderes actuales han tomado cartas en el asunto, y bajo una nueva estrategia, hoy progresista, de implantación laica de su renovada Fe, se afanarán por convencer, quizás en una talantosa charla de Imperio a Imperio, a nuestros endemoniados contrincantes, sobre las ventajas del Pensamiento Unico frente a la Razón, para un futuro mejor de la Humanidad.
Visto lo visto, no me atrevo a augurarles un gran éxito, ni a los unos, ni a los otros.

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