jueves, 27 de noviembre de 2008

Judasick Park

“Jamás se encontrará lo que no necesita ser buscado” - AP

Nunca olvidaré la suave sonrisa de aquella azafata sirviéndome un Chivas doble, momentos antes de aproximarnos a la cabecera de pista, mientras de reojo observaba por la ventanilla como se alejaba el vehículo especial, que me había depositado hacía instantes en la escalerilla de nuestro ibérico pájaro de acero. Todo un gesto, teniendo en cuenta que gracias a mí inoportuna existencia, demoraron mas de cuarenta minutos un despegue, que cerraría tras de sí el exiguo pasillo aéreo, flanqueado por nerviosos gorriones de la General Dynamics, que evolucionaban lanzando bengalas sin descanso sobre la asfaltada llanura de Ben Gurión.
El beatífico vaso dilatador recompuso de inmediato mi ánimo, alegrándome por disfrutar al fin, de un confortable asiento, en el último vuelo programado hasta la finalización del conflicto.
Corrían los previos a una convulsa Navidad de 1990, y la Coalición Internacional se preparaba, para lanzar la reconquista de un Kwait en manos iraquíes.

Unos cuantos días antes, me debatía argumentando las razones de mi deportiva visita en tiempos de guerra, en un reservado del aeropuerto de Tel-Aviv, y ante unos paisanos con aspecto de haber sido entrenados en el castillo de Atlit, muy poco proclives a la chanza dado el cariz, que la situación de la zona iba tomando por momentos.
Una vez descartado el parecido entre un scud y mi tabla, inicié por carretera mi viaje hasta Netanya, donde conseguí un alojamiento conveniente en el área de Amphi Gan-Hamelech, a tiro de piedra de las ansiadas olas. Durante unos largo minutos, resistí la inánime y torva mirada de la máscara anti-gas, que a modo de cordial recibimiento reposaba mansamente sobre la cabecera de mi cama.
Desde este neurálgico centro de operaciones, recorrí toda la costa, siempre en transporte público, desde Rafah hasta la reserva marina de Rosh Ha-Nikra en las estribaciones del sur del Líbano. Las olas fueron magníficas, y por fortuna los iraquíes manejaban, todavía, una tecnología en el guiado de misiles, que hubiese despertado la ternura de mi abuelo, quedando los sobresaltos de los altavoces callejeros en simples falsas alarmas.
Aún pude disfrutar de la degustación de exquisitas especialidades marineras inéditas para el estándar conocido de las comidas kosher y taref, y realicé numerosas incursiones a las entrañas de los asentamientos de la zona, con bastante libertad, salvo la constante aparición de algún militar fuertemente armado, que casualmente siempre se sentaba a mi lado. Un día en la playa del Sheraton de Tel Aviv, incluso tuvieron la delicadeza de “encontrarme” con una hebrea-argentina que demostró un gran interés, quizá demasiado, por mi humilde persona y por mi cuaderno de apuntes de acuarela.

Salvo estos pequeños avatares, la visita me permitió conocer el fascinante campo de operaciones que, fraguado en la mente de algún británico estadista años atrás, compone un laboratorio sociológico de primera magnitud en un inédito fenómeno de identidades superpuestas.
Israel es un país condenado, como todos los demás, a un destino marcado por las humoradas de los que escriben la Historia. Su papel como bastión de Occidente, es sin duda alguna, duro e incómodo, y esto ha extinguido de sus pobladores cualquier vestigio de humor humano, algo comprensible y terrorífico, en un escenario edificado desde hace milenios sobre cimientos de sangre coagulada. Sus palestinos y antagónicos hermanos de sangre, comparten esta cruel condena.
Cuando eran “malos”, mantuve muchas y filosóficas conversaciones con un lúcido amigo libio, al respecto de una convivencia basada en la superposición de Estados coetáneos sobre un único ámbito geográfico, y mis desoladoras conclusiones al respecto de este conflicto fratricida, terminaron por reducirse como siempre, a una de mis imposibles propuestas: El Judasick Park.

El final de esta irracional lucha entre hermanos, es intelectualmente imposible mientras prevalezcan (que lo harán) sus respectivas posturas ideológicas. La herida es tan antigua, que sus células han llegado a olvidar el proceso de la coagulación, y por tanto es inútil una reconciliación basada únicamente en los valores universales de concordia y convivencia.
Descartada la tesis de la paloma, centrémonos en el rincón prosaico de toda alma humana:

Creemos un gran parque temático a escala 1/1 de la confrontación entre hermanos, y saquémosle partido cobrando entrada. Hoy en día la tecnología pirotécnica permite todo tipo de engaños. Mantengamos el conflicto como un gran espectáculo de sangre falsa, balas de látex, y morteros de fogueo. El gasto en caracterización será mínimo, y los actores no deberán esforzarse demasiado en memorizar su papel. Salvo estrictas necesidades de guión, los niños no perderán escuela y hasta aún podrán protagonizar escenas con cinturones de petardos en sus inocentes cinturas.
Los reporteros, sin correr ningún peligro, podrán vender sus fotos a los turistas que posarán sonriendo con una Uzi de juguete, ante una masacre de mentira, y en la que se pueda elegir el bando.
Garantizo unos fabulosos ingresos para todos, que por fin harán desaparecer la miseria local; millones de nuevos visitantes, atraídos por la inmunda observación de la violencia ajena, disfrutarían anualmente de este grandioso complejo, sin más daños colaterales que los derivados de alguna indeseable insolación o de caprichosas manchas de hemoglobina en sus ropas.
Un éxito rotundo, que aseguro acabaría cada noche en una fraternal cena en común, para dividir los pingües ingresos de cada día.
Judasick Park, un gran cambio hacia la prosperidad!

Salam-Shalóm, por los siglos de los siglos. Amén.
(como dijo el apátrida de Nazaret)


PS. Dedicado a Daniel Barenboim, Fathi Swedan, y a la desconsolada mirada del moshad, tras rajar mi tabla de surf, en una fría sala de aeropuerto, y al que ofrendo cariñosamente mi aforismo del subtitulo.

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